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Alemania termina con la energía nuclear

IMAGE: James Qube - Pixabay

Alemania consuma sus planes para el abandono de la energía nuclear con el cierre definitivo de las tres últimas centrales que estaban en funcionamiento: Emsland, Isar 2 y Neckarwestheim. En la década de los ’90, Alemania tenía un total de diecisiete reactores en funcionamiento que aportaban alrededor de un tercio de la electricidad que consumía el país.

Una electricidad que, según el propio gobierno del país, no era ni verde ni sostenible, y cuyo abandono forma parte de un plan trazado hace más veinte años, derivado de una serie de protestas que comenzaron mucho antes y de accidentes como los de Three Mile Island en 1979, de Chernobyl en 1986 y, sobre todo, de Fukushima en 2011. Desastres que prueban clara y meridianamente que la energía nuclear no es tampoco segura, y que evidencian que, en un planeta con un clima cada vez más inestable, ninguna central nuclear es completamente segura, además de producir residuos cuya actividad se prolonga durante millones de años.

Para muchos, el cierre consuma el fin de una tecnología insostenible, peligrosa y que suponía una distracción frente a la necesidad de continuar impulsando y sobredimensionando las energías renovables. Para otros, los más críticos, un cierre que obligará a mantener algunas plantas contaminantes en funcionamiento para poder sostener la demanda de energía del país. La realidad es que a estas alturas, las tres centrales que quedaban abiertas aportaban únicamente un 6% de la electricidad del país frente al 44% que suponen las renovables, y que tras las precauciones que recomendaron mantenerlas abiertas unos meses más a raíz de la invasión rusa de Ucrania y tras comprobar que un invierno suave había posibilitado no depender de ellas, lo que tenía más sentido era terminar también con la dependencia de Rusia provocada por la importación de uranio.

La estúpida guerra de Putin, al final, ha tenido las consecuencias que menos le interesaban: Alemania es ahora un país que ya no importa ni carbón ni gas ruso, que dentro de poco tampoco importará de ahí su petróleo, y que deja ahora de importar uranio, además de haberse posicionado de manera más decidida en el apoyo militar a la OTAN.

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Ahora, la que es la mayor economía del continente se dispone a ser capaz de generar la totalidad de su energía de fuentes renovables en el año 2035, y a ser capaz de hacerlo por menos de un 1% de su producto interior bruto, menos de lo que gasta en unos combustibles fósiles que no genera. Es el fin de una era, la de la dependencia de unas importaciones caras y volátiles a cambio de desarrollar un tejido de generación basado en el viento, el sol y las baterías (SWB).

Por mucho que pretendan algunos actores interesados, lo mejor que se puede hacer con la energía nuclear es librarse de ella. Con sus ritmos correspondientes, por supuesto, pero con una dirección inequívoca: la de ir cerrando centrales a medida que llegan al final de su vida útil, y la de no construir más. Acierta plenamente Alemania, se equivocan claramente países como Francia, como Suecia o como Japón, que responden a las exigencias de un lobby nuclear que en todos los casos depende de un dinero público sin el cual carece completamente de sentido económico. Ni reactores grandes, ni reactores pequeños: la energía nuclear, simplemente, no tiene sentido, e incluso Francia, el principal valedor de esa tecnología, está siendo capaz de obtener buenos resultados con ella: inacabables problemas de mantenimiento, constantes demoras y sobrecostes en la construcción, y problemas para refrigerarse en el contexto de un clima cada vez más cálido.

Es perfectamente posible abandonar la energía nuclear. Y además de posible, es muy recomendable.

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