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Absurdos climáticos

IMAGE: Ma Ti - Unsplash

Mi columna de esta semana en Invertia se titula «Es tarde para decir ‘me quedo como estoy’» (pdf), y trata de explicar el absurdo que supone el inmovilismo con respecto a la emergencia climática.

Ante una situación de emergencia aparentemente inabarcable por un razonamiento humano codificado genéticamente para plantearse el corto pero no el largo plazo, una cantidad insospechadamente elevada de personas, incluso a las que se les presume cierta capacidad e inteligencia, optan por el negacionismo.

En muchos casos, ese negacionismo está alimentado a conciencia por las compañías que se benefician del mantenimiento del statu quo, de una situación actual en la que el equilibrio, aunque sea económicamente aberrante, les permite mantener su situación. La reciente investigación llevada a cabo en el Congreso norteamericano que demuestra que las grandes compañías petroleras se dedicaron durante años a generar desinformación para prolongar sus beneficios es buena prueba de ello, aunque sus consecuencias son tan deprimentes como siempre: sí, lo hicieron y está demostrado… ¿y? ¿Pasa algo por ello? ¿Vamos a ver directivos entrando en la cárcel, multas billonarias o algún tipo de consecuencia para quienes fueron los beneficiarios de un comportamiento tan absolutamente inmoral e irresponsable? La respuesta es no. Muchos años después, millones de personas siguen repitiendo como loros los retorcidos argumentos de las petroleras, siguen negándose a actuar contra la mayor amenaza para la especie humana en toda su historia, y no pasa nada.

En otros casos, el negacionismo surge de la escala, de la sensación de que los cambios que uno haga no significan nada, no son más que una minúscula gota en un océano de magnitudes inabarcables. Las cifras que muestran la contribución reciente de un país como China a la emergencia climática, por ejemplo, son igualmente prueba de que esas consideraciones no son completamente injustificadas. Ante semejante desequilibrio, la reacción de muchos es «dado que no puedo hacer nada, no me planteo ningún sacrificio, y simplemente me quedo como estoy».

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En otras ocasiones, el negacionismo es ya recalcitrante, y entra en el terreno de las teorías de la conspiración: «la emergencia climática no es tal, y es el producto de un lobby que quiere luchar contra el petróleo, llenar el mundo de molinos de viento y de paneles solares, y reducirnos a todos a la pobreza y la esclavitud». En sus infinitas variaciones, alimentadas generalmente desde una parte muy específica y extrema del espectro político, las conspiranoias son una parte significativa de las reacciones que vemos a la cuestión.

¿Dónde está el problema? Simplemente, que la opción de «me quedo como estoy» ya no existe. Que en el estado actual de la emergencia climática, lo único que razonablemente se puede hacer es tratarla como lo que es, una emergencia. Un proceso en el que la frecuencia de los desastres se incrementa constantemente, y en el que todos, absolutamente todos, compramos sin cesar boletos para una rifa en la que el premio es ser víctimas de un desastre y perder o bien la vida, o una parte significativa de nuestro patrimonio.

Hablamos de algo tan grave como eso: morir en un desastre natural, perder nuestra casa, nuestra cosecha, o cualquier otro evento con trascendencia vital. Pero mientras, nos dedicamos a negar esa posibilidad y preferimos quedarnos con nuestro vehículo en lugar de optar por uno eléctrico, porque es más caro y nos obliga a parar media hora durante un viaje de cuatro o cinco. Nos negamos a instalar paneles solares, o a obligar a las compañías eléctricas a que se descarbonicen, porque no vemos clara la amortización de los componentes, o porque hay que hacer obra en casa, o porque simplemente nos da pereza.

La desproporción de los argumentos es tan marcadamente brutal, que lleva a pensar que para muchos, el tema es un «para lo que me queda en el convento, me cago dentro», la mayor expresión de insolidaridad, de iniquidad y de absurdo cuando nos planteamos que hablamos del único planeta que tenemos por el momento capaz de albergar a nuestra especie. La idea de «me da lo mismo lo que le pase a los que vengan, que carguen con ello», que justificaría completamente que las generaciones más jóvenes se dedicasen directamente ya no simplemente a protestar, sino al terrorismo climático más extremo.

Es, como tal, un absurdo climático: lo sabemos todo, la ciencia nos ha demostrado perfectamente lo que está pasando, cómo es el proceso y cómo podemos ralentizarlo o luchar contra él… pero nos negamos a mirar, y optamos por quedarnos como estamos, deslizándonos lentamente – o ya no tan lentamente – por la pendiente del desastre. A este paso, cuando queramos hacer algo, ya va a servir de muy poco.

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