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El año de la verdad para la automoción

IMAGE: Smartphone on wheels

La crisis de los chips que estamos viviendo ha desencadenado la evidencia clara de que la industria de la automoción tradicional estaba atrapada en su auténtico día de la marmota: anclada en semiconductores antiquísimos que a las fábricas de chips no les resulta en absoluto rentable producir y para las que tienen que construir y dotar fábricas específicas con tecnologías que ya no utilizan en sus procesos punteros.

El resultado es claro: mientras la industria de la electrónica de consumo ve una salida razonable a la crisis de los chips en poco tiempo, la industria del automóvil sigue dependiendo de que a los fabricantes de chips les interese fabricar unos diseños obsoletos que nadie más utiliza. Una consecuencia evidente de seguir considerando el automóvil como un producto en el que lo supuestamente importante es «la mecánica» en lugar de la electrónica.

Una industria que siempre se ha preocupado por lo que había bajo el capó, por la cilindrada, por la compresión y por cuestiones relacionadas. Cuando el motor se convirtió en algo extremadamente simple y fiable, sin mantenimiento y que se situaba simplemente en el eje del vehículo, sin problemas de transmisión adicionales, la industria perdió el norte. Introdujo la electrónica simplemente para poder ofrecer otras prestaciones que consideraba completamente secundarias, «extras» por los que cobrar un poco más, pero en productos donde lo importante seguía siendo lo de siempre: un motor de muchos cilindros o de muchos centímetros cúbicos con una aceleración o una velocidad punta muy elevadas. Si para ello hacía falta envenenar a medio mundo con aditivos en la gasolina, no importaba.

Cuando se demostró que los motores eléctricos, pese a su simplicidad, eran capaces de ridiculizar completamente la aceleración de los de combustión interna y sin requerir el complicado y caro mantenimiento de estos, los referentes se resquebrajaron. El concepto de vehículo cambió: de ser complejos sistemas mecánicos en los que se detonaban líquidos inflamables, a ser, simplemente, un ordenador o un smartphone con ruedas. Ante la simplicidad y las prestaciones de los motores eléctricos, la electrónica pasó completamente al primer plano, un paso que, por el momento, casi ningún fabricante tradicional, con la excepción de Porsche, ha sabido dar. El común de los mortales sigue mirando con extrañeza cuando un vehículo eléctrico abre su maletero trasero y delantero, y se siguen preguntando en dónde está el motor. No, el motor, simplemente, ya no es importante: está en el eje, y lo normal será que no lo veas en tu vida. Lo importante son los sensores, el procesador, la memoria o la conectividad, como en cualquier aparato electrónico.

Ahora, cuando llega el momento de poner en el mercado vehículos eléctricos, las compañías de automóviles tradicionales se encuentran con que no saben hacerlo bien. Demasiados años intentando ridiculizar al vehículo eléctrico, esparciendo mitos absurdos sobre él, y concentrándose en los factores que que ya no son importantes. La transición a los híbridos, que nunca tuvo sentido y les llevó a poner en el mercado vehículos ecológicamente absurdos, auténticos frankensteins fraudulentos con lo peor de ambos mundos, les distrajo lo suficiente como para perder el tren de lo digital. Ahora, se dan de bruces con la realidad: intenta vender vehículos eléctricos a través de una red de concesionarios no tiene sentido, y los concesionarios, que lo saben perfectamente, se resisten a ello. Y obtener las prestaciones de los eléctricos punteros cuando tecnológicamente estás muchos años por detrás, menos aún.

Ahora, de la noche a la mañana, les entran las prisas y todo es muy estratégico: GM cambia su logotipo para que se parezca más a una app de smartphone y contrata a Malcolm Gladwell como portavoz afirmando que estamos ante un tipping point tecnológico, mientras Nissan anuncia una inversión de 17,600 millones de dólares en el desarrollo de vehículos eléctricos durante los próximos cinco años, y Ford se apresura a triplicar la capacidad de producción de su Mustang Mach E eléctrico. Pero en la mayor parte de los casos, seguimos en lo mismo: en lugar de hacer lo que tienen que hacer, reconceptualizar completamente los vehículos y repensarlos desde cero como eléctricos, siguen simplemente haciendo lo que hacían antes, solo que con motor eléctrico. ¿Pantallas grandes? Debe ser algún tipo de moda, pues vamos y las ponemos. ¿Procesador? ¿Por qué no van a valer los que usábamos antes? ¿Software? Eso se encarga fuera, ¿no? Las cadenas de valor hiper-fragmentadas de la automoción convencional, cuando se trata de obtener acceso privilegiado a materiales como microprocesadores, baterías de última generación o a sus componentes, se convierten en un auténtico problema, y la integración vertical queda muchos años atrás como para que algún directivo actual se la plantee. ¿Vender sin concesionarios? ¿Estás loco?

Cuando ya es completamente evidente que el vehículo de combustión interna es un producto obsoleto y responsable de muchos de los problemas del mundo, resulta que ponerse a fabricar vehículos eléctricos no es tan fácil como parecía. Y eso sin contar con que el fenómeno de sustitución no va a ser ni mucho menos un uno a uno: el futuro no está en la posesión de un vehículo eléctrico, sino en el uso del vehículo como servicio, particularmente a medida que estos se hacen autónomos.

El 2022 va a ser el año de la verdad para la industria de la automoción. Y muchos, simplemente, aún no se han dado cuenta de ello.

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