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El desastre de los combustibles fósiles

IMAGE: UNCTAD (2019), Degnarain (2020)

Un gráfico permite entender muy fácilmente el auténtico desastre de ineficiencia que suponen los combustibles fósiles: la industria del transporte marítimo internacional es una de las más contaminantes del mundo, con unas emisiones que superan las de un país fuertemente industrializado como Alemania.

La totalidad de las embarcaciones, alrededor de noventa mil cargueros, utilizadas en todo el mundo consumen combustibles fósiles, y utilizan, además, los más pesados, de peor calidad y, por tanto, más contaminantes. Su operativa supone, a lo largo de un año, un consumo de 370 millones de toneladas de diesel pesado, mil millones de toneladas de dióxido de carbono (el 3.1% del total) y en torno a veinte millones de toneladas de dióxido de azufre. Tan solo los cinco barcos más grandes del mundo generan tanto dióxido de azufre como 750 millones de automóviles.

¿Y qué es lo que transportan todos esos barcos? Pues en un 40%, transportan precisamente combustibles fósiles: carbón, petróleo y gas. Un sistema brutalmente ineficiente: para extraer y destilar combustibles fósiles, necesitamos a su vez consumir combustibles fósiles. Para transportarlos, más aún. Y finalmente, su propio consumo genera el problema más importante que la civilización humana tiene en este momento, una cuestión ya puramente existencial de la que depende nuestra propia supervivencia como especie.

Eliminar los combustibles fósiles a todos los niveles implicaría no solo el efecto primario de dejar de emitir los contaminantes que generan, sino también el efecto secundario de evitar las emisiones derivadas de su extracción, procesamiento y transporte. ¿Y en dónde se queman esos combustibles fósiles? Pues muy sencillo: de cada barril de petróleo, el 42.7% se dedica a gasolina, utilizada casi íntegramente por automóviles, el 27.4% a diesel, el 5.8% a combustible para aviación, y el 5% a combustibles pesados como los utilizados para el transporte marítimo, además de otros usos.

Descarbonizar el transporte pesado es un problema importante y complejo: empieza a haber algunos prototipos de cargueros eléctricos, pero por el momento, las iniciativas más destacadas apuntan a obligar a la industria a pagar fuertes penalizaciones derivadas de sus emisiones. Lo más eficiente, por tanto, es atacar el consumo de combustibles fósiles allí donde se produce con mayor alegría: los automóviles de gasolina y diesel. Si la transición hacia el automóvil eléctrico se produce más rápidamente, podremos no solo dejar de consumir una parte importante de los combustibles fósiles, sino además, dejar de transportarlos, de refinarlos y, en último término, de extraerlos. Y con ello, podremos dejar de subvencionar a las empresas dedicadas a ello, un capítulo importantísimo en el que se va una buena parte del dinero público de muchos países.

Una industria que pagamos entre todos, que nos envenena a nosotros y a nuestro planeta, y que genera emisiones no solo cuando la utilizamos, sino también cuando la extraemos, refinamos y transportamos. Cuanto antes seamos conscientes de la barbaridad que supone basar una economía en el uso de combustibles fósiles, antes podremos empezar a plantearnos acabar con ellos. Es, sin ninguna duda, la transición tecnológica más importante de todos los tiempos.

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