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La importancia de la gobernanza en la emergencia climática

IMAGE: Gordon Johnson - Pixabay

Mi columna en Invertia de esta semana se titula «Emergencia climática y gobernanza» (pdf), y trata de explicar por qué no es posible llegar a ningún tipo de solución razonable en un problema, la emergencia climática, que amenaza de forma cada vez más evidente la supervivencia del hombre en el planeta: simplemente, porque la organización política de la que nos hemos dotado a lo largo del tiempo, un conjunto de países delimitados territorialmente que actúan de manera independiente y soberana en función de sus propios intereses, es incapaz de tomar decisiones coordinadas, que corresponderían a una gobernanza supranacional.

En términos de gobernanza supranacional, lo más ambicioso a lo que ha llegado la especie humana ha sido a construir las Naciones Unidas, un organismo sujeto a todo tipo de limitaciones, con mecanismos establecidos para que muchos países puedan vetar sus decisiones, y que habitualmente se limita a un papel meramente consultivo, prácticamente a hacer sugerencias. Su secretario general, António Guterres, está dedicándose en cuerpo y alma a avisar por todos los medios posibles del problema que se nos viene encima y de los efectos que ya estamos pudiendo comprobar, pero desde cada país, se ignoran estas advertencias y se insiste en las mismas absurdas estrategias, incapaces de frenar nada.

La realidad es clara: sin un organismo capaz de coordinar a los países para llevar a cabo una acción climática conjunta y coordinada, estamos abocados a la autodestrucción de la civilización humana. Los países son un modelo primario basado en dos premisas primitivas y, a día de hoy, sin sentido: la explotación de recursos y la competencia: toma todo lo que puedas de la naturaleza, y quémalo, consúmelo o véndelo para así tener más que el país de al lado. Ese sistema, que durante siglos dio origen a enormes fortunas y al bienestar de quienes regían esos países, pasó con el tiempo a evolucionar mayoritariamente hacia el gobierno democrático, hacia esquemas en los que el voto de los ciudadanos elegía al gobernante, pero esto no solucionó el problema: ahora, la obligación del gobernante es seguir haciendo lo mismo, para garantizar el bienestar de sus ciudadanos, y que si estos consideran que no es así, dejen de votarlo y elijan a otro.

En estas condiciones, lo que se fomenta es un cortoplacismo absoluto: ningún gobernante quiere arriesgarse a tomar medidas que puedan perjudicar el bienestar de sus ciudadanos, aunque esto sea en interés de la resolución de un problema mayor: su propia supervivencia. Los ciudadanos son, en este sentido, tan cortoplacistas como sus gobiernos, lo que impide que a nivel de país puedan tomarse decisiones que de verdad supongan un compromiso con la emergencia climática. Simplemente, es más fácil seguir haciendo lo mismo y esperar que el problema «no me toque a mí», como si eso fuera remotamente posible.

La realidad es la que es: la emergencia climática nos va a tocar a todos, más tarde o más temprano, en parte por circunstancias propias de los territorios en los que vivimos, en parte por cuestiones meramente aleatorias. En algún momento no muy lejano, dada la evolución del problema, experimentaremos una fuerte pérdida patrimonial o perderemos la vida en alguna catástrofe relacionada con la emergencia climática, bien sea un incendio, una inundación, un huracán o una sequía prolongada. Pero preferimos no mirar hacia el problema, ignorarlo, y pedir a nuestros gobiernos que sigan haciendo lo mismo, que no cambien de estrategia, que sigan haciendo todo lo que puedan porque nuestro nivel de bienestar a corto plazo no cambie.

Si no somos capaces de poner en marcha algún tipo de organismo supranacional con poder sobre la soberanía de los países que ponga en marcha una estrategia coordinada, estamos abocados al desastre. La evidencia me volvió a traer a la mente uno de los libros que más me ha provocado en los últimos años, «El ministerio del futuro«, de Kim Stanley Robinson, que parte precisamente de esa premisa: de que los países del mundo han sido capaces de elegir un ministerio que puede alinear sus intereses y, como mínimo, negociar para que se cumplan determinados objetivos. El libro menciona también otras formas de llegar a ese fin a las que estoy convencido que, desgraciadamente, habrá que llegar, pero esas las dejo para que las comenten otros que sean un poco más radicales que yo.

A día de hoy, es ya una cuestión de imperiosa necesidad: o cambiamos de estrategia, o nos veremos abocados a un final extremadamente desagradable, mucho antes de lo que la mayoría cree. Catástrofes, refugiados climáticos, sufrimiento y desastres en un planeta con un clima cada vez más descontrolado e inestable. O hacemos algo, o simplemente ignorar el problema no va a ser la solución.

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