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Tecnología, futuro y desafíos

IMAGE: Max Roser and Hannah Ritchie (CC BY)

Mi columna en Invertia de esta semana se titula «Los robots no traerán más desigualdad» (pdf), y habla sobre la impresión que me produjo este artículo reciente que hablaba de un norteamericano de 57 años que se había pasado los últimos 37 en la cárcel, desde el año 1983, y que había sido puesto en libertad recientemente. A mediados de los ’80 fue cuando, con una edad similar a la de este hombre, me incorporé al mundo tecnológico comprando mi primer ordenador, y recuerdo perfectamente lo que era la escena de entonces: mi padre tenía uno de esos teléfonos móviles que eran casi un maletín, internet no era algo que la gente «normal» conociese ni de lejos, y los ordenadores eran un objeto difícil de usar que solo algunos trabajadores especializados tenían en su mesa de trabajo.

La impresión de este hombre al salir a la calle tras 37 años de cárcel fue increíble: entender qué cosas podía hacer con un dispositivo como un teléfono móvil utilizando internet le proporcionaba una sensación de progreso exponencial, casi de «vivir en los Supersónicos». Realmente, si no media una experiencia de exclusión tan radical como la cárcel, es difícil en muchas ocasiones darse cuenta de los progresos que ha hecho la tecnología en las últimas décadas.

Después traté de reflexionar sobre ese artículo en conjunción con el de obligada lectura que Sam Altman, ex-presidente de Y Combinator y ahora CEO de OpenAI, publicó la semana pasada, «Moore’s Law for everything«, y en el que hipotetiza precisamente eso: que el desarrollo de la tecnología, en particular de la inteligencia artificial, responde también a su propia Ley de Moore, y que por tanto, nos queda muy poco tiempo antes de que podamos ver cómo madura lo suficiente como para hacerse cargo de muchísimas tareas que hoy llevan a cabo trabajadores humanos.

Desde esta óptica, el mayor desafío que vamos a tener como civilización, emergencia climática aparte, va a ser el de readaptarnos para asimilar un concepto de trabajo completamente diferente, y cómo el desarrollo de la tecnología genera rentas crecientes hasta el punto de poder hacerse cargo de una renta básica incondicional para toda la población. Eso requerirá nuevos esquemas de tasación que eviten la exclusión y la progresión de la desigualdad, y un modelo social completamente diferente, en el que trabajar tendrá una connotación distinta, como la tendrá también su opuesto, no trabajar.

Como en tantas otras cosas, China va por delante. La revolución que las empresas de manufactura chinas han vivido con la robotización, que ha llevado a que reduzcan sus otrora enormes plantillas hasta en un 90%, se está acompañando de procesos de reeducación de esos trabajadores para evitar la desestabilización de la sociedad que resultaría de que simplemente se quedasen sin trabajo y cayesen bajo el nivel de pobreza. Por el momento, aún podemos pensar en la hipótesis de que el progreso tecnológico generará puestos de trabajo de otros tipos. Pero en el futuro no será así, y lo que tendremos que hacer será considerar trabajo cosas que, tradicionalmente, no lo eran en absoluto.

Pensar que un conjunto de innovaciones que resulten en una productividad muchísimo mayor puedan terminar siendo el germen de una sociedad todavía más desigual de la que ya tenemos ahora sería un problema, no solo de inequidad, sino sobre todo, de insostenibilidad social: la desigualdad ha sido, históricamente, uno de los grandes factores de desestabilización en todos los sentidos.

Si queremos prepararnos para lo que viene, no queda otra más que empezar a eliminar mitos y centrar la discusión en cómo vamos a vivir cuando trabajar no sea, como tal, estrictamente necesario.


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