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TikTok, Trump y la forma de hacer las cosas

IMAGE: iXimus - Pixabay (CC0)

La orden de Donald Trump, pospuesta en varias ocasiones, de obligar a la compañía propietaria de TikTok, la china ByteDance, a vender las operaciones de su compañía en el país a una empresa norteamericana si quería evitar su prohibición total, ha sido archivada por la administración Biden.

La decisión marca una diferencia clara en estilo de liderazgo entre la administración actual y la anterior, aunque deja aún abierta la decisión de qué acciones tomar con respecto a un país, China, cuyas compañías operan en condiciones completamente alejadas de la reciprocidad que, razonablemente, debería imperar en las relaciones comerciales.

En un mundo cada vez más globalizado, las compañías chinas han tenido prácticamente total libertad para plantearse su expansión en otros países. Sin embargo, a nadie escapa que China restringe en gran medida las posibilidades que las empresas extranjeras tienen para acceder a su gigantesco mercado interno, imponiendo cláusulas que obligan a la co-inversión con accionistas chinos o directamente impidiendo su participación mediante la censura a través de su Great Firewall, como ocurre en el caso de muchas compañías tecnológicas. Esta ausencia de reciprocidad otorga a China un enorme beneficio, al posibilitar a sus empresas que crezcan sin competencia extranjera en el mercado interno, o incluso que copien productos de compañías extranjeras que tienen vetado el acceso a ese mercado.

Frente a esa ausencia de reciprocidad, Donald Trump planteó una guerra comercial, con listas negras y restricciones a varias compañías chinas. Pero en el caso de TikTok, el comportamiento de la administración Trump fue rayano en el saqueo: si bien la compañía dista mucho de ser una santa, con prácticas potencialmente ilegales en el tratamiento de los datos personales de sus clientes y, sobre todo, de los menores de edad, una cosa es plantearse sanciones y multas derivadas de ello, y otra muy diferente pretender obligarla a vender sus operaciones en suelo norteamericano bajo amenaza de prohibición. Obviamente, una orden ejecutiva como esa situaba a la compañía en una importante desventaja en cuanto a posición negociadora: todo lo que un potencial interesado debía hacer era esperar a que la fecha de la hipotética prohibición se acercase, para poder así obtener un precio mejor. Que Donald Trump, además, odiase febrilmente a TikTok debido al papel de sus usuarios en el boicot a algunos de sus mítines y actos electorales daba a toda la operación un aire de vendetta que, en el contexto de un país democrático, tenía entre poco y ningún sentido.

En esas condiciones, que apareciesen compañías como Microsoft, Oracle o Walmart dispuestas a aprovechar la oportunidad de hacerse con una red social pujante como TikTok era completamente razonable, pero no dejaba de tener tintes de auténtica rapacería, de aprovechamiento de una coyuntura política claramente desequilibrada. Estos tintes se acentuaron muchísimo más cuando el propio Donald Trump demandó una parte del precio pagado para las arcas de su gobierno: no solo presionamos a la compañía y damos lugar a una situación de total asimetría negociadora, sino que además, nos aprovechamos de ello.

Lógicamente, ByteDance planteo una batalla legal perfectamente bien argumentada frente a la decisión de la administración Trump: de acuerdo a cualquier estándar de prácticas comerciales en los Estados Unidos, la operación era un absoluto abuso. El argumento de la reciprocidad y de las actuaciones del gobierno chino con respecto a las compañías extranjeras podía ser razonablemente válido, pero carente de toda legitimidad moral: los países democráticos, simplemente, no actúan como China, no hacen las cosas así, y no tanto por una cuestión de pretendida superioridad moral como de mantener el respeto por las normas y no convertirlas en algo completamente arbitrario.

En esas condiciones, Donald Trump se convirtió en pato cojo, se dedicó a intentar dar un patético autogolpe de estado, y dejó el asunto TikTok completamente sin resolver, hasta que ahora, una nueva administración norteamericana considera, con una lógica absoluta, que lo mejor es archivar todo el vergonzoso episodio como perteneciente a los tiempos oscuros en los que la política internacional norteamericana se sumió en el más absoluto patetismo.

¿Quiere esto decir que TikTok ha ganado la batalla? Indudablemente, ganar batallas a una figura como Donald Trump no es difícil: basta con hacer las cosas con un mínimo de coherencia y esperar los errores del peor presidente de la historia de los Estados Unidos. Pero eso no quiere decir, ni mucho menos, que TikTok se vaya de rositas: a partir de aquí, la administración Biden debe reexaminar la coyuntura con China, las condiciones en las que operan las compañías norteamericanas en el país, y obtener todos los apoyos internacionales que pueda para presionar al gigante asiático y obtener una situación que plantee un cierto nivel de reciprocidad. En el caso concreto de TikTok, eso debe incluir una vigilancia férrea de las actuaciones de la compañía, un esclarecimiento de sus operaciones con datos de ciudadanos del país, y un respeto absoluto a sus normas, incluyendo todo lo relacionado con sus prácticas con respecto a menores de edad.

En términos de liderazgo, confundir una retirada temporal con un síntoma de debilidad sería un grave error: que la administración Biden no quiera involucrarse en operaciones tan mal planteadas y tan indefendibles como la de TikTok no quiere decir que no vaya a hacer nada al respecto de sus relaciones con la compañía, o con respecto a las relaciones comerciales con China. No es que no haya que hacer nada, sino que las cosas hay que hacerlas de otra manera, siguiendo una lógica coherente y apelando al consenso internacional, no como las haría un matón de patio de colegio. Y a eso, en los libros de texto de política internacional, se le llama liderazgo responsable. Precisamente aquello que los Estados Unidos de Donald Trump no fueron capaces de mostrar al mundo durante cuatro largos y oscuros años.


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