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Adiós, Diem. ¿Qué hizo Zuckerberg mal?

IMAGE: Diem's demise

Diem, el proyecto de stablecoin anteriormente conocido como Libra y presentado por Facebook, ahora Meta, en junio de 2019 pone sus activos en venta y dice adiós, tras la salida de su responsable principal, David Marcus, hace un par de meses.

Considerando que me posicioné abiertamente en contra de la idea de una moneda gestionada por la compañía de Mark Zuckerberg desde un primer momento, la noticia no puede resultarme más que positiva. Pero la pregunta, dado que mi opinión vale exactamente cero y lo que ha determinado el abandono del proyecto ha sido, fundamentalmente, la resistencia de los reguladores, cabe preguntarse qué es lo que Mark Zuckerberg ha hecho mal para no ser capaz, con los recursos que tiene su compañía, de sacar adelante un proyecto así.

Una stablecoin no es, como tal, un proyecto tan complejo. De hecho, una criptomoneda en sí tampoco lo es, como lo demuestra el hecho de que hay muchísimas circulando, e incluso algunas lanzadas simplemente como una broma de sus creadores. La stablecoin más exitosa, Tether, lleva funcionando desde 2014, tiene una capitalización de mercado de 78,300 millones de dólares, y es un auténtico sistema financiero paralelo con más volumen de intercambio diario y anual que la emblemática bitcoin.

Siendo así, ¿qué impide a Mark Zuckerberg poner en marcha su proyecto y lanzar su criptomoneda? Simplemente, el regulador. ¿Y por qué el mismo regulador que permite el lanzamiento de proyectos como Tether (con alguna resistencia, pero tampoco tanta) o muchos otros, pone tantos problemas a los planes de Zuckerberg y termina por suponer tanta fricción que el proyecto termina siendo abandonado?

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La respuesta parece sencilla, y se relaciona con alguno de los temas de regulación sobre los que he escrito recientemente: el regulador norteamericano parece entender muy bien que su función es no ser un freno excesivo ante proyectos que se inician, incluso aunque suenen «extraños» (siempre, obviamente, que no sean una abierta estafa o pongan en peligro cuestiones básicas como la salud, etc.) y que, en la medida de lo posible, debe otorgarles un cierto nivel de «manga ancha» para desarrollarse. Este tipo de clima regulatorio sirvió en los Estados Unidos para dar cabida a un fenómeno como Silicon Valley, y fue claramente imitado con posterioridad por el gobierno chino El resultado lo conocemos todos: jóvenes emprendedores con proyectos interesantes pudieron actuar en un entorno enormemente laxo, muy poco regulado y muy abierto, para construir proyectos que hoy se encuentran entre las compañías más fuertemente capitalizadas del mundo, llámense Google, Amazon, Facebook, Apple, Microsoft, Baidu, Alibaba o Tencent.

¿Qué hacen esos mismos reguladores a medida que pasa el tiempo? Analizan los efectos que puede suponer el dominio cada vez más marcado de esos gigantes creados en parte gracias a la inacción del regulador (y, obviamente, a la habilidad o al buen hacer de sus creadores) y, si lo estima oportuno, interviene para tratar de re-equilibrar el tablero de juego. A la hora de hacer eso, de hecho (y atención a la paradoja) se fija en las normas fijadas por uno de los entornos más fuertemente regulados del mundo: la Unión Europea, que se distingue, entre otras cosas, por ahogar con su regulación a las compañías que tratan de empezar, y por no haber conseguido alumbrar prácticamente a ningún gigante tecnológico – con escasas excepciones – en toda su historia reciente.

Eso implica que el regulador norteamericano no trata igual a una pequeña compañía que inicia su andadura y cuya influencia en el mercado es aún escasa o incipiente, que al proyecto de un gigante tecnológico con capacidad de provocar efectos enormes sobre todo lo que le rodea. Pero además, hay otro factor evidente: la ética – o, en este caso, la ausencia de la misma. Cuando Facebook presenta su proyecto al regulador, lo que el regulador ve es a una compañía con un registro ético con un balance brutalmente negativo, con unos efectos importantísimos sobre cuestiones como la privacidad, la información personal, la seguridad o incluso cuestiones como la influencia sobre procesos electorales o sobre nada menos que un genocidio. Una compañía que lo único que sabe hacer cuando sus proyectos a modo de aprendiz de brujo salen mal es disculparse. Una y otra vez.

Ante el post-mortem de Diem, la pregunta es muy clara: ¿cuántas cosas, desde el ámbito de la ética, pueden salir mal en un proyecto de stablecoin? Obviamente, muchas: con el dinero no se juega. ¿Y cuántas pueden salir mal si quien lo lanza es una compañía con su reputación manchada por escándalos de privacidad, de explotación hasta el límite de datos personales de sus usuarios y de manipulación de todo tipo de cuestiones? ¿De verdad podemos fiarnos de que la compañía no espíe algo tan goloso como las transacciones económicas de sus usuarios para poder hacerles posteriormente publicidad, cuando es precisamente lo que ha estado haciendo desde que nació? ¿Podemos pensar que la compañía no va a utilizar su privilegiada posición para arbitrar o manipular la cotización de su moneda? ¿O que no va a tener problemas de seguridad con los datos de sus usuarios, cuando los ha tenido constantemente?

¿Le prestaríamos un enorme cuchillo jamonero bien afilado a un tal Jack el Destripador para que se hiciera un bocadillo? ¿Y si nos dice que no nos preocupemos, que ahora ya no es Jack el Destripador, sino que se llama Margarita? No sé, pero es posible que no sea la mejor de las ideas, y que si lo hacemos, tal vez tengamos elevadas probabilidades de terminar arrepintiéndonos.

Al final, un regulador que no parece del todo tonto, que maneja bien el control de los tiempos, y que tiene aparentemente claro que no todos los sujetos a sus normas son iguales. Y sobre todo, que uno cosecha lo que siembra. No nos engañemos: que Facebook (perdón, Meta), solo o en compañía de otros, lanzase una criptomoneda era una muy, muy mala idea. ¿Qué hizo Zuckerberg mal? Simplemente, ser Zuckerberg.

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