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Impuestos internacionales: ya iba siendo hora

IMAGE: World map and taxes

Finalmente, muchos más años después de lo que habría sido razonable, el acuerdo para un impuesto de sociedades común del 15% para las compañías con actividad internacional que se anunció originalmente en la cumbre del G7 en Londres el pasado mes de junio ha sido ratificado por 136 países y jurisdicciones que representan más del 90% de la economía mundial.

A lo largo de los años, hemos visto cómo un sistema basado en las fronteras y en la soberanía de los países para tomar decisiones sobre sus políticas fiscales ha ido siendo sometido a un auténtico hackeo por parte de una gran cantidad de compañías que, por poseer actividades en diversos países, podían llevar a cabo un juego de facturaciones cruzadas e imputaciones de precios de transferencia entre sus diferentes subsidiarias que les permitían, finalmente, terminar pagando tasas impositivas absolutamente ridículas, en un derroche de ingeniería de optimización fiscal agresiva que provocaba que muchos de los países en los que llevaban a cabo sus actividades se vienes privados de unos ingresos mínimamente justos.

Ahora, ese hackeo del sistema podría haber llegado a su fin, o al menos, tener las horas contadas: a partir del año 2023, todas las compañías multinacionales cuyas ventas mundiales superen los 20,000 millones de euros y su rentabilidad exceda del 10% tendrán que tributar al menos un 15% de su facturación en los países en los que llevan a cabo su actividad, lo que implicará una reasignación a las jurisdicciones de mercado del 25% del beneficio que supere el umbral del 10%. Esto supone globalmente en torno a los 125,000 millones de dólares. Ese tipo impositivo mínimo se aplicará a las empresas cuya cifra de negocio supere los 750 millones de euros, con lo que se calcula que generará una recaudación tributaria adicional en todo el mundo de unos 150 000 millones de dólares. Ahora, será preciso que se supere la siguiente fase: la de la aprobación y trasposición a leyes locales por parte de todos los países firmantes del acuerdo, con el fin de ponerlo en marcha a partir del año 2023. Ese paso, lógicamente, tendrá también sus problemas y su derroche de actividades de lobbying: estamos pidiendo, por ejemplo, a países como Irlanda – la última en firmar el acuerdo por el momento – que eleve su tasa impositiva desde el 12.5% hasta el 15%, o a los Estados Unidos que acepten un acuerdo que implicará que muchas de sus empresas pasen a estar sujetas a una presión impositiva mucho mayor en sus actividades fuera del país.

Un acuerdo así es, básicamente, un signo de los tiempos: en un mundo globalmente hiperconectado, muchas de las normas que lo regulan tienen que evolucionar para convertirse en globales, si no se quiere que se conviertan en completamente obsoletas y sean blanco de todo tipo de abusos, como ha sido el caso de la legislación fiscal durante demasiados años. Años que han servido para construir imperios económicos y para que algunas compañías grandes compitiesen con otras en absoluta desigualdad, sometidas a una legislación fiscal absolutamente benéfica que les permitía contar con márgenes muy superiores. Pero claro, no era ilegal…

¿Cuál debería de ser la siguiente legislación en internacionalizarse? Los acuerdos medioambientales. Mientras sigamos pendientes de legislaciones locales, de las veleidades de los gobiernos y de las empresas de turno, seguiremos viendo cómo una crisis energética provocada por la especulación en los precios del gas provoca, nada menos, que centrales de carbón en varios países, incluida España, vuelvan a entrar en funcionamiento: exactamente lo contrario de lo que tendríamos que estar haciendo. Una decisión así, volver a arrancar una central de carbón hoy en día en el nivel en el que estamos de emergencia climática, debería provocar que una serie de personas entrasen directamente en la cárcel para una condena larga. Pero no, no pasa nada, porque la legislación de su país permite que se pasen el Acuerdo de París y los objetivos de emisiones por el forro, y que no pase absolutamente nada por ello. Y con esta dinámica, la de permitir que cada país haga lo que estime oportuno e incumpla los acuerdos de emisiones en la magnitud que le dé la gana, ya sabemos a dónde llegaremos. O mejor, a dónde NO llegaremos.

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