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Nosotros, los luditas

En los ambientes más tecnológicos es algo impopular sostener que los luditas tenían razón. Desde su perspectiva e intereses, el ludismo estaba justificado al oponerse a la maquinaria y a la transformación del trabajo que ocurre en los comienzos de la revolución industrial británica.

En esta pieza citan al historiador económico Joel Mokyr:

A partir de 1815, las fábricas acabaron rápidamente con las tejedoras en telares manuales y los tejedores de bastidores con sus pequeños talleres.

Los artesanos cualificados eran casi necesariamente hombres adultos (lo que refleja los años de aprendizaje necesarios para dominar sus oficios, así como las restrictivas normas de género). Las primeras fábricas recurrían en abundancia a niños y mujeres solteras.

A pesar de que las innovaciones de la era industrial estimularon un aumento de la productividad, pasaron cinco décadas antes de que el nivel de vida de la clase trabajadora empezara a subir.

La innovación tecnológica sólo iba a tener impactos negativos en la vida de estos hombres. De repente tu diferenciación en el mercado quedaba reducida a nada y aparecía una cantidad enorme de mano de obra barata. Sus ingresos se iban a pique.

El resto de la historia es conocida. Aparecerían nuevos empleos industriales sofisticados con alta barrera de entrada, que requerían una alta formación y estaban más recompensados. Se dieron grandes aumentos de la productividad, la lucha por el reparto de esa ganancia y, tras ello, la mejora social en las condiciones de vida de las generaciones que llegamos más adelante.

Me he acordado de los luditas al cruzarme con este tuit:

Mi primer impulso es estar de acuerdo con Joanna. Quiero que la tecnología me libere de tareas monótonas, que me interesan menos. Dedicarme a leer y escribir, a pensar y hablar con gente, a hacer deporte y cocinar.

La flecha del progreso en gran medida ha apuntado a ese sentido. En 1900 se estima que el 66% de la población española se dedicaba a la agicultura. Ahora está por debajo del 4%. En medio más de un siglo de innovaciones, desde fertilizantes y cultivos en plásticos a tractores y cosechadoras dispararon la productividad. Y es en parte por ello que tanto Joanna como servidor nos dedicamos a ser trabajadores de la creatividad y el conocimiento.

Otros aumentos de la productividad y automatizaciones también son muy celebrados. No quedan lamentos por el ascensorista ni por el portero sustituidos por sistemas electrónicos.

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Pero en los últimos dos años hemos asistido a un inesperado giro de guión del progreso tecnológico. Uno de los aspectos más sorprendentes de esta generación de inteligencia artificial es que afecta especialmente a trabajadores del conocimiento y creativos. Hace tiempo lo resumía en que si tu profesión transcurre delante de un ordenador gran parte del tiempo, a quien va a impactar este tsunami es a ti.

Todavía estamos debatiendo el impacto en el empleo de esta nueva era de la inteligencia artificial. Si seguirá fallando tanto que renunciaremos a ella en producción, si se establecerá como copiloto en tareas del conocimiento y la creatividad con ganancias de productividad significativas (es por lo que apuesto en estos momentos)… o si tendremos una IA de mejor nivel, sin casi errores y capacidad de ejecutar procesos complejos, automatizando millones empleos de cuello blanco.

Cualquiera de los escenarios de alto impacto en el empleo trastocaría el mercado laboral de los trabajadores del conocimiento. Al igual que con los artesanos del siglo XIX, mucha más gente podría competir en nuestra disciplina sin la necesidad de los años de estudios y aprendizaje. La inteligencia artificial les podría suplir gran parte de la técnica, cuando no amortizar nuestra posición. Si exceptuamos los nuevos empleos de alto nivel que surgen con la IA, habría un trasvase de riqueza desde los trabajadores de cuello blanco a las empresas tecnológicas. Somos los luditas.

En nuestra lucha, eso sí, cambiarán la estrategia comunicativa y las medidas de resistencia. Es poco probable que quememos centros de datos, tal vez algún coche autónomo o robots de reparto. Nuestra posición neoludita establecerá que no somos anti tecnología, somos “pro tecnología pero”.

La tesis fundamental: las profesiones creativas y del conocimiento son superiores al trabajo manual o monótono. Mientras que automatizar lo último es salvarnos de la alienación, del escaso valos añadido, del trabajo sin un valor significativo, meter tecnología en la creatividad o el conocimiento resulta una aberración deshumanizadora.

En las medidas es menos probable que aparezca la huelga como en el caso del sindicato de actores en Estados Unidos. En pocas ocasiones la integración de inteligencia artificial y sus efectos van a ser tan claros y evidentes en un sector organizado.

En la mayoría de las ocasiones la posición anti inteligencia artificial se trasladará a intentar influir en la opinión pública. Las clases creativas y del conocimiento somos mucho más activas en plataformas digitales y en medios de comunicación. De hecho los profesionales de ambas son parte de la fuerza laboral afectada. Un ejemplo de esta organización no estructurada en la protesta contra la IA está en los creadores gráficos que proclaman la falta de ética de los modelos generativos: no hay uso empresarial o público que no tenga su centenar de acusaciones y quejas en plataformas.

En algunos ensayos sobre tecnología, poder y economía se tiende a señalar que la innovación tecnológica entonces y ahora es poco democrática: en Poder y progreso de Acemoglu y Johnson (Amazon, Todos tus libros, me ha decepcionado un poco, todo sea dicho) o en el de Merchant, al que entrevista Jordi Pérez Colomé en El País. A los agricultores de hace cien años tampoco les preguntaron si estaban a favor de que un tractor hiciese el trabajo de docenas. Es más, dudo que haya sector en la historia que votase por más competencia laboral, automatización de sus puestos o bajada de las barreras de entrada.

Pero, por mucho que se intente equiparar la sociedad del siglo XIX a nuestros tiempos, la atención a las externalidades negativas del desarrollo tecnológico y a los grupos perjudicados es mucho mayor ahora. El punto dulce sería compaginar innovación, aumento de la productividad y mejora de las condiciones materiales para las generaciones futuras con que se cuida de los colectivos que pierden (que perdemos) a corto plazo.

Las posiciones maximalistas en el debate son las grandes rivales de este escenario. Los acelarionistas abogan por un impulso de máximos porque el progreso a largo plazo merece que los problemas del presente no nos limite; los más extremos entre las clases creativas e intelectuales sólo admitirían integración tecnológica en tareas mecánicas y empleos lejanos a su esfera de competencias. Lo que permitiremos los luditas a veces se resume en un viejo lugar en común “la mejor manera de que alguien crea en algo es que sus ingresos económicos dependan de esa creencia”.

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