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El problema de la hostelería durante una pandemia

IMAGE: Alexandra Koch - Pixabay (CC0)

Las protestas de los propietarios de negocios de hostelería en diversos países por la prohibición de sus operaciones habituales, que en muchos casos han visto restringida su actividad a la preparación de comidas para llevar, contrastan con la realidad de los estudios académicos: por más que los bienintencionados propietarios y trabajadores de esos negocios se empeñen en que cumplen con todas las medidas de seguridad, la ciencia demuestra que no es así, y que como la lógica indica, la actividad de un negocio en el que, de manera absolutamente necesaria, los usuario se ven obligados a quitarse las mascarillas para poder comer o beber, influye positivamente en la expansión del número de contagios.

A nivel agregado, el primer estudio en retratar la evidente correlación entre la apertura de los restaurantes y la expansión de los contagios de COVID-19 fue publicado el pasado junio por la Universidad Johns Hopkins, utilizando datos del gasto mediante tarjeta de crédito en restaurantes de treinta millones de clientes en los Estados Unidos y correlacionándolos con la evolución de la pandemia en cada estado. La relación era evidente y significativa: a más gasto en restaurantes, mayor número de contagios.

A ese estudio siguió otro, publicado el pasado 10 de noviembre, y llevado a cabo por la Universidad de Stanford, y en este caso, con una metodología radicalmente diferente, lo que conlleva una solidez todavía mayor de las conclusiones: el estudio utiliza los movimientos registrados mediante los teléfonos móviles de más de 98 millones de personas entre marzo y mayo, tiene en cuenta las veces que estas personas acudieron a restaurantes, gimnasios y hoteles, y establece que si se autorizase a los restaurantes a abrir con capacidad completa, estos serían responsables de más de 600,000 contagios en una ciudad como Chicago, y que, además, la distribución resultaba completamente irregular: el 10% de los locales eran responsables del 85% de las infecciones previstas.

Para los restaurantes, además, el convertirse en vector de contagios no dependía de sus prácticas de higiene o de la implantación de medidas contra el contagio, sino de algo completamente incontrolable: la presencia en ellos de los denominados «supercontagiadores«. Básicamente, si compartes las estancia en un local cerrado con uno de esos supercontagiadores y, como resulta obviamente imprescindible en el caso de un restaurante, te quitas la mascarilla para poder comer o beber, tus probabilidades de contagiarte son muy elevadas, independientemente de que el restaurante haya sido enormemente diligente a la hora de cumplir las medidas de higiene, sustituir su carta por un código QR, facilitar gel hidroalcohólico o asegura que su personal mantenga sus mascarillas puestas en todo momento. Simplemente, el contagio es algo cuyo control está completamente fuera de sus posibilidades.

Ese estudio, recientemente publicado en Nature, constituye la peor de las noticias para los propietarios de ese tipo de negocios, porque por más que lo intenten, no pueden desvincularse de ese papel de expansión en los contagios de la enfermedad. Por mucho que opinemos, y con razón, que la hostelería supone una parte fundamental e importantísima de la actividad económica de una ciudad, la imposibilidad de controlar el hecho de que se convierta en un significativo vector de expansión de la enfermedad, como ocurre en el caso de los bares, el ocio nocturno u otros negocios, lleva a que la única recomendación posible de cara al control de la pandemia sea su cierre, o como mucho, la limitación de que sirvan únicamente comidas para llevar a casa (y eso, con un rígido control de su personal).

Como bien decía en abril la revista Science, el final del COVID-19 supone un largo y doloroso período de ensayo y error. Y en ese período de ensayo y error, el papel de restaurantes, bares y otros negocios cuya naturaleza tiende a confinar a sus clientes en espacios interiores en los que tienen que prescindir de la mascarilla, ha sido ya perfectamente establecido por la ciencia y está completa y meridianamente claro. A partir de ahí, podemos protestar, podemos resistirnos, o podemos – como parece razonable – establecer medidas de compensación económica para unos propietarios que, en realidad, no son en absoluto responsables del hecho de jugar ese papel en la transmisión del virus. Alemania, por ejemplo, asegura el 75% de la facturación de los meses anteriores a la pandemia a las compañías que se han visto obligadas a cerrar por culpa de las medidas adoptadas para tratar de contenerla. Pero lo que no podemos hacer es negar la evidencia científica: más restaurantes abiertos en operativa normal implican más contagios, nos pongamos como nos pongamos, y por tanto, lo que corresponde, por lógica, es cerrarlos, por mucho que duela.

Las pruebas, los datos y los estudios científicos están ahí, y el resto es simplemente evidencia anecdótica. Entendiendo perfectamente las quejas de los propietarios que afirman cumplir con todas las medidas establecidas por la ley o que su viabilidad económica se desvanece con cada día que pasa, lo único que procede hacer con ese tipo de negocios, mientras no contemos con vacunas efectivas, es proceder a su cierre temporal o la obligación de servir únicamente comidas para llevar. ¿Duro? Por supuesto que sí. Pero no queda otra posibilidad.


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