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El ocaso del low-cost

IMAGE: Gerd Altmann - Pixabay

Mi columna de esa semana en Invertia se titula «El consumo y sus excesos» (pdf), y es un intento de explicar las dinámicas sociales que están teniendo lugar sobre todo en el sudeste asiático, y que inciden en que los trabajadores ya no quieran trabajar en fábricas de ningún tipo, menos aún en las dedicadas a la producción con costes ultra-bajos.

Este cambio se refleja en el hecho de que China mantenga ahora la mayor tasa de desempleo juvenil de toda su historia, un 20%, algo muy similar a lo que ocurre en países como India, Indonesia o Bangladesh. Para atraer trabajadores y mantener sus compromisos de producción, las compañías se están viendo obligadas a ofrecer incentivos nunca vistos en esos mercados de trabajo, que recuerdan, de hecho, a lo que ocurría hace algún tiempo entre las big tech: condiciones de trabajo agradables, horarios razonables, sueldos decentes para los estándares del país, o incluso cosas como cafeterías, jardín de infancia, clases de yoga, circuitos de karting, gimnasios, etc.

Esta dinámica está, lógicamente, elevando unos costes que tienen que ser repercutidos en el precio de los productos, condicionando la disponibilidad del tipo de productos ultra-baratos que había sido durante muchos años característico de esta zona del mundo. La sustitución de los trabajadores por máquinas, por otro lado, ya estaba avanzada en muchas industrias, y no parece que vaya a ser la clave en esta ocasión: hablamos de un auténtico cambio de variable social, que lleva a que sea ya cada vez más difícil encontrar países en el mundo en los que se pueda producir como se producía anteriormente, y que va a llevar a que las personas se vean obligadas a cambiar sus hábitos de consumo al tiempo que las compañías también los cambian.

En el fondo, hablamos de una dinámica low-cost que ha hecho muchísimo daño a todos, una perversión del capitalismo que, con un pretendido giro hacia una democratización mal entendida, hizo que durante muchos años el planeta gastase y tirase muchísimo más de lo que lógicamente se podía permitir. Un modelo de negocio basado en la explotación sistemática de los trabajadores, en subvenciones criminales al queroseno de aviación o en la financiación de los destinos turísticos nos ha llevado a una crisis ecológica y a una sobreexplotación de todo, incluidos destinos turísticos que, lejos ya de proporcionar una experiencia razonable, se convierten en apologías del absurdo (gente haciendo cola para entrar a una playa abarrotada en la que no hay sitio ni para pinchar una sombrilla).

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La auténtica anti-paradoja: todos sabíamos que el modelo era completamente insostenible, pero todos se sorprenden ahora tanto de sus consecuencias, como de su posible final. Si las personas se acostumbraron durante las últimas décadas a tenerlo todo disponible a precios bajos, ahora van a tener que acostumbrarse aque esa situación empiece a tocar a su fin. Olvidémonos de poder viajar por menos de lo que cuesta un desplazamiento en muchas ciudades, de plantearse incluso vivir en un país e ir a otro a trabajar en avión todos los días, o de eliminar de los productos todo lo que parecía superfluo, desde materiales de calidad hasta garantía, con el fin de hacerlos absurdamente baratos.

Que el capitalismo low-cost se declare en crisis y empiece a desaparecer es una buena noticia para todos incluso para aquellos a los que no se lo parezca. Fundamentalmente porque no era ninguna democratización: era, en realidad, una aberración.

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