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La vuelta a los atascos como síntoma

IMAGE: Shilin Wang - Pixabay (CC0)

Mi columna en Invertia de esta semana se titula «La absurda vuelta a los atascos» (pdf), y trata de analizar la enorme oportunidad perdida que supone salir de una pandemia, no plantear ningún tipo de restricciones al tráfico en las ciudades, y permitir que la situación vuelva a convertirse en el infierno de atascos y de emisiones que vivíamos antes de que comenzasen los confinamientos.

Si la pandemia nos nos ha permitido constatar alguna cosa de manera clara, es la enorme toxicidad de la cultura del automóvil, responsable de entre el 15% y el 20% de las emisiones que están provocando la emergencia climática, y con un efecto especialmente marcado en las ciudades en las que se concentra la mayoría de la población.

Salvo algunas pocas excepciones de ciudades que están procediendo a modificar el trazado de sus calles para disminuir el espacio destinado a los automóviles y favorecer a transporte público, peatones, bicicletas o vehículos de micromovilidad personal, lo que estamos viendo es que el fin de las restricciones y las prisas de muchas compañías por volver a tener a sus empleados en sus oficinas están determinando una «vuelta a la normalidad» que, simplemente, no nos podemos permitir como civilización. La era del automóvil fue, a todos los efectos, un terrible error al que es absolutamente importante poner fin lo antes posible: la civilización humana necesita poner fin a su dependencia del automóvil y eliminarlo sobre todo de las ciudades si quiere aspirar a un mínimo de viabilidad.

Este cambio, que nunca estuvo tan justificado como tras una pandemia provocada por un virus respiratorio, implica no solo restringir las ventas y la circulación de automóviles de manera inmediata – ahora, no en 2030 – sino también eliminar el más claro subsidio oculto que las ciudades ofrecen a quienes se desplazan en ellas: el parking en superficie. Tenemos que cambiar el modelo de ciudad y ofrecer alternativas tanto a los usuarios, en forma de transporte público sin emisiones y de calidad, de carriles restringidos que permitan desplazarse sin jugarse la vida y de zonas peatonales, como a las arcas municipales, que dejarán de percibir determinados ingresos y pasarán a obtenerlos de otras fuentes.

Utilizar un automóvil en una ciudad tiene necesariamente que convertirse en algo anacrónico, muy incómodo y enormemente restringido, y esto implica enormes cambios culturales que no nos va a quedar más remedio que aceptar, por muy cómodo o muy necesario que nos pueda parecer desplazarnos en automóvil a todas partes. No es un capricho, ni una opción: es un imperativo. Volver a la normalidad pre-pandémica y vivir de nuevo en ciudades llenas de humo representa, a todos los efectos, una enorme oportunidad perdida, algo que no nos podemos permitir. Los atascos nunca pueden ser vistos como una «seña de identidad» de una ciudad, sino como lo que realmente son: un desastre medioambiental y unas emisiones desmesuradas en un entorno de elevada densidad humana, con todo lo que ello conlleva.

La emergencia climática es cada vez más evidente, y la ciencia nos ofrece más y mejores metodologías para saber que, efectivamente, esas catástrofes son debidas a nuestras emisiones, no a ningún otro tipo de explicación peregrina. Tomar medidas rápidamente es fundamental para nuestro futuro, o más bien, para poder aspirar a tener un futuro. Y esas medidas, claramente, empiezan con cambios en nuestra forma de vida como la descarbonización del transporte. Que volvamos a llenar las calles de vehículos humeantes para ir todos a trabajar a la misma hora es, simplemente, inaceptable y absurdo, un auténtico suicidio en masa. Tenemos que ser capaces de hacerlo mucho mejor.

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