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Las modernización de las infraestructuras como elemento de primera necesidad

IMAGE: infrastructures (Pixabay - various authors)

El pasado 31 de marzo, Joe Biden desveló el plan de inversión en infraestructuras más ambicioso desde hace muchas décadas, destinado a adaptar su país al nuevo contexto tecnológico y, sobre todo a responder a los retos que plantea. Un auténtico hito histórico – al que aún le falta, lógicamente, la aprobación por parte de congreso y senado, que no se anuncia sencilla – por lo que tiene de paralelismo con los grandes planes de infraestructuras de las décadas de los ’50 y de los ’60, cuando se construyeron pilares tan representativos de la economía norteamericana como el sistema interestatal de autopistas o la carrera espacial.

El plan pretende destinar unos dos billones de dólares a construir un nuevo esquema económico que rompe completamente con los mecanismos de sus predecesores desde Ronald Reagan, basados en recortes de impuestos, desregulación, recortes en prestaciones sociales y fuerte control de la política monetaria, para dar paso a una fortísima inversión destinada a modernizar completamente el país, y que además, entiende el concepto de infraestructuras de una forma mucho más amplia de lo tradicional, para incluir también las infraestructuras humanas necesarias para llevar a cabo esos cambios.

El nuevo paradigma, bautizado como «Bidenomics«, incluye desde las clásicas inversiones en infraestructura como el transporte (carreteras, aeropuertos, trenes, transporte público o vehículos eléctricos) o la infraestructura local (redes de suministro de aguas, de conectividad o de electricidad, reformas y construcción de viviendas sostenibles o inversión en enseñanza), hasta el cuestiones como el cuidado de mayores y discapacitados, pasando por conceptos como la investigación y el desarrollo o la re-capacitación de los trabajadores.

Una parte central del plan incluye la transición a energías limpias y el progresivo abandono de los combustibles fósiles a lo largo de los próximos quince años, marcando objetivos ambiciosos que exigirán a las compañías eléctricas unos objetivos muy determinados en renovables, que irán incrementándose a lo largo del tiempo, para llegar a un mix de energía completamente basado en renovables en el 2035, en la que sería la mayor intervención federal en el sector eléctrico de las últimas generaciones.

Además, un plan para retirar vehículos contaminantes de las carreteras fijando objetivos de emisiones tan bajos, que muy pocos vehículos con motor de combustión interna puedan cumplirlos, lo que provocaría que fuesen retirados de la circulación cuando pasasen por la periódica revisión técnica obligatoria. Unido a la progresiva disminución de emisiones por la producción de energía y a los posibles planes para la captura de dióxido de carbono de la atmósfera, hablamos de convertir a los Estados Unidos en uno de los líderes mundiales en disminución de sus emisiones, así como en tecnologías consideradas de futuro como baterías, energías limpias o vehículos eléctricos, cuyo mercado es mucho más pequeño, y por tanto menos eficiente, que el de países como China.

El plan pretende, ademas, condenar al olvido todos los anticuados mitos sobre el cambio del paradigma energético: el cambio no solo es posible, sino que es fundamental. Los vehículos eléctricos son ya desde hace tiempo una solución que permite un uso general incluso en viajes partiendo de una red de recarga adecuada, y la modernización de las infraestructuras de generación puede llevarse a cabo sin comprometer el suministro cuando las condiciones atmosféricas cambian (aunque sus detractores pretendieron construir una falsa narrativa en torno a los recientes problemas de suministro en Texas, que en absoluto fueron debidos a las renovables y que podrían repetirse en otros estados).

Estamos hablando de un cambio enorme para un país que decididamente lo necesitaba, que construyó sus grandes infraestructuras en una era en la que la amenaza climática no estaba en el escenario previsible. La financiación de la ambiciosa propuesta se llevará a cabo incrementando la tributación a las compañías, retrotrayendo parcialmente la rebaja fiscal de Donald Trump que llevó la tasa al 21% desde el 35% en 2017 y situando la tasa general en el 28%, un cambio al que una compañía como Amazon, habitualmente señalada por sus políticas fiscales, ha mostrado su apoyo. Además, se elevarían los impuestos a las grandes fortunas, y se elevaría el nivel de deuda, que muchos consideran preocupante. Pero ya se sabe: lo preocupante no es el nivel de deuda, sino lo que los países son capaces de obtener a cambio de esa deuda.

En la práctica, estamos hablando del concepto de deuda técnica aplicado a un país, de entender el inasumible coste que supondría no responder desde el ámbito de las infraestructuras a un cambio de contexto tan brutal como el que la ciencia nos ha desvelado a lo largo de los últimos años. El ambicioso plan tiene aún que lograr la aprobación de congreso y senado en la que tendrá que convencer no solo a sus propios congresistas y senadores, sino también a algunos del lado republicano, una tarea que, sin duda, no será sencilla.

Pero al menos, hay un presidente en la Casa Blanca que entiende la importancia de las cosas, que no es un ignorante que confunde el tiempo con el clima, y que sabe reconocer un desafío cuando lo ve. Como bien dice Michael Regan, el nuevo administrador de la Environmental Protection Agency, «la ciencia ha vuelto«. Ahora, esperemos que vuelva también el sentido común.


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