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La inercia y el miedo al cambio cuando el tiempo se acaba

IMAGE: Frits Ahlefeldt (CC0)

Mi columna de hoy en Invertia se titula «Lo que esconde el continuismo laboral» (pdf), y trata de ilustrar las consecuencias en las que aparentemente ningún directivo piensa cuando toma la decisión de volver a trabajar exactamente igual que como trabajaba antes de la pandemia, como si los problemas que ello genera fuesen en realidad inexistentes o problemas de otro.

¿Se puede recuperar la normalidad? Obviamente, la posibilidad empieza a ser razonablemente alcanzable: la pandemia evoluciona cada vez más rápido, en función de las tasas de vacunación, hacia convertirse en una enfermedad endémica de gravedad relativamente baja en la mayor parte de los casos, y lo seguirá haciendo siempre que seamos capaces de ir eliminando progresivamente reservorios como los países que no pueden hacer frente a la vacunación ellos mismos o los niños menores de doce años. Durante algún tiempo, seguiremos llevando mascarillas y mirando mal a todo aquel que estornude, pero el que ya estemos viendo incrementos significativos de otras enfermedades tales como la gripe o los resfriados indican claramente que el rigor con el que muchos afrontan las precauciones ya no es el mismo.

Que se puede ir recuperando la normalidad, sobre todo si vivimos en un país en el que la cuestión de las vacunas no se ha convertido absurdamente en algo político, parece evidente: mientras en los Estados Unidos, muchas compañías, llevadas por la precaución y por los efectos de la variante Delta sobre una población vacunada a medias, están prolongando el trabajo distribuido hasta como mínimo enero, en Europa en general la mayoría de las compañías han pedido a sus trabajadores que vuelvan a sus rutinas habituales pre-pandémicas.

El problema, por tanto, no es si se puede: es si debemos hacerlo. La idea de que la pandemia supone un momento único para transformar las sociedades en las que vivimos está dando paso rápidamente a un «volvamos cuanto antes a hacer las cosas como las hacíamos antes de marzo del 2020», con sus rutinas y horarios, sin ningún cuestionamiento aparente. La idea de no forzar la vuelta al trabajo, sino permitir que sean los empleados los que escojan con libertad su forma de trabajar, sin penalizar el trabajo distribuido, parece haberse convertido en excepcional en una vieja Europa aparentemente más vieja y con más dificultades para cambiar sus hábitos que nunca. En la mayor parte de las compañías se ha optado por, simplemente, volver a la oficina. En algunas, se han tomado decisiones salomónicas absurdas, como permitir el trabajo distribuido dos días a la semana, como si eso supusiese de alguna manera hacer una concesión a la modernidad cuando, en realidad, pasa a suponer una rigidez más. Y en otras, desgraciadamente las menos, se permite al menos que el trabajador encaje como quiera sus días de trabajo distribuido, y pueda escoger con libertad cómo situarlos en su horario. ¿Empresas que hayan optado por confiar en sus trabajadores y permitir que se organicen como quieran? Claramente, las menos.

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El problema es que detrás de cada decisión de cada directivo de cada empresa que ha optado por el continuismo, por volver a como hacíamos las cosas antes de la pandemia, está la evidencia de que hacerlo implica no un problema de cultura, ni de productividad, ni de coordinación… implica un problema de supervivencia. Que en la vieja Europa, en general, hayamos tenido relativa suerte – no en toda ella – y hayamos experimentado relativamente pocos fenómenos climatológicos extremos no oculta que en otros lugares del mundo hayan pasado un verano extremadamente complicado y hayan visto de primera mano que las consecuencias de la emergencia climática ya no se pueden seguir ignorando. Uno de cada tres norteamericanos han experimentado en primera persona las consecuencias de fenómenos climáticos extremos durante este verano, y nuestros hijos afrontan ya un futuro en el que se verán sometidos a tres veces más eventos catastróficos de ese tipo que nosotros.

IMAGE: Banksy

A lo mejor, la conversación que debemos tener no es la de si queremos que los trabajadores puedan o no trabajar en modo distribuido, sino la de la desigualdad intergeneracional y a qué futuro, con absoluta ligereza, estamos condenando a nuestros hijos. Mientras algunos seguimos señalando que la emergencia climática es cada día más generalizada, más rápida y más intensa, otros siguen ignorando completamente el tema y empeñados en mantener por encima de todo un estilo de vida y una forma de hacer las cosas que, simplemente, ya no nos podemos permitir. Pero claro, es más tranquilizador olvidarnos de todo eso, esperar tener suerte y que el problema no nos toque todavía, y disfrazar las preocupaciones de «problemas de coordinación», de «la cultura de innovación necesita que nos veamos físicamente» o de cualquier otro problema que, en el contexto actual, ya no resulta ridículo, sino directamente patético.

Es lo que hay. Se acabó el tiempo de dulcificar los escenarios, de pretender que es todo una exageración o del «seguro que no me toca». La Organización Mundial de la Salud acaba de cambiar los límites establecidos para la contaminación atmosférica generada por combustibles fósiles, esa que generamos cuando vamos y venimos en nuestros coches a trabajar, pero eso, claro, no le importa a nadie.

Al final, serán la inercia, el miedo al cambio, el no ser capaz de imaginarse haciendo las cosas de otro modo y, sobre todo, la mediocridad, las que condenen la civilización humana. No, ya no es «un problema de nuestros nietos». Y no, no va a ser divertido.


This article is also available in English on my Medium page, «Time is running out: we can’t afford to wait any longer, whatever the reasons«

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