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Los Estados Unidos y su huella de carbono

IMAGE: US carbon footprint, modified from Gerd Altmann - Pixabay (CC0)

Tras el patético abandono del Acuerdo de París por parte de un presidente norteamericano ignorante, escéptico y negacionista, Donald Trump, no sabía diferenciar el tiempo del clima y que habría condenado al mundo a una catástrofe climática en caso de haber sido reelegido, los Estados unidos volvieron a integrarse en el Acuerdo de París como primera medida tomada por su recién elegido presidente, Joe Biden, y hoy, en una reunión telemática de cuarenta líderes mundiales, se ha comprometido a reducir a la mitad (entre un 50% y un 52%) sus emisiones con respecto a los niveles de 2005 en el año 2030.

El compromiso es más ambicioso que el anteriormente firmado por Barack Obama, que se situaba en una reducción de entre el 26% y el 28% en 2025, y está en línea con los objetivos marcados por el acuerdo de París, que establece la reducción de las emisiones a prácticamente cero en el año 2050. La idea, tras el paso por la Casa Blanca de un Donald Trump que, además de tratar de salirse del acuerdo, llevó a cabo un drástico retroceso de toda la legislación medioambiental y de emisiones de su país, es volver a ganar legitimidad y prestigio ante la comunidad internacional, y forzar además el compromiso de otros países como China, India y otros importantes generadores de emisiones.

Los Estados Unidos son el segundo emisor de gases de efecto invernadero del mundo, tras China. En muchos sentidos, los objetivos de reducciones de emisiones tienen algo de problemático, dado que se trata de pedir ahora a todos los países del mundo, incluyendo aquellos que están en vías de desarrollo, que hagan aquello que los países ricos no hicieron en su momento, y que, de hecho, les ayudó a convertirse en economías muy saneadas. Ahora, los países en vías de desarrollo reclaman su derecho, en virtud de esas series y contribuciones históricas al calentamiento global, a utilizar esas fuentes de energía para dinamizar su economía, y se resisten a esos objetivos de reducción.

El problema es obvio: en primer lugar, ahora sabemos cosas que antes no sabíamos, y la primera de ellas, que si mantenemos el ritmo de emisiones, la vida humana en el planeta dejará de ser viable tal y como la conocemos. Pero en segundo lugar, y posiblemente más importante, sabemos que la tecnología ha estado a la altura de nuestras necesidades, y nos ofrece hoy en día recursos más que suficientes para cubrir nuestras necesidades de todo tipo, de formas mucho más sostenibles y respetuosas con el medio ambiente. La energía solar, por ejemplo, es el caso más evidente: el coste de los paneles solares y de las baterías ha disminuido tanto, que ya no hay ninguna forma de producir energía eléctrica que sea tan barata como esa. La descarbonización de la economía es un imperativo, y no puede tratarse ya como una cuestión de un supuesto «derecho a contaminar» de unos o de otros, porque eso nos llevaría al desastre a todos.

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¿Es suficiente el compromiso de reducción de los Estados Unidos, considerando que es el mayor emisor histórico de contaminación, para pagar por su responsabilidad en la emergencia climática? Sin duda no, pero es un buen comienzo, y además, se convierte en un garante del cumplimiento del ambiciosísimo plan de infraestructuras del país, única posibilidad para plantearse esos objetivos.

Es, simplemente, una forma de intentar recuperar el liderazgo en un tema tan absoluta y radicalmente importante, que podríamos calificar de existencial. Por el momento, el Reino Unido se ha comprometido a una reducción del 78% con respecto a los niveles de 1990 en 2035, Japón a un 46% con respecto a los niveles de 2013 en 2030, y la Unión Europea a recortar un 55% sus emisiones actuales también en 2030. Si otros países son capaces de estar a la altura y de plantearse objetivos similares o más ambiciosos todavía, estaremos, por lo menos, en la dirección correcta.


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