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Reflexionando sobre las clases y las mascarillas

IMAGE: Mask emoji

Tras ya unas cuantas sesiones impartidas en varios programas de IE University bajo las nuevas condiciones derivadas de la pandemia de COVID-19, la reflexión que me surge de manera más persistente es si realmente vale la pena. Es una reflexión unilateral y estrictamente personal seguramente con un valor muy limitado, pero no quería dejar de hacerla: ¿realmente vale la pena, en un entorno en el que la participación es fundamental por diseño metodológico, dar clase en esas condiciones?

Desde que comenzaron mis clases este año, el panorama es el siguiente: mamparas de plexiglás que separan la zona del profesor de la de los alumnos, prohibición de franquear esa zona para pasearme por el pasillo y acercarme a los alumnos como llevo haciendo toda mi vida profesional, aulas con micrófonos, cámaras y monitores adicionales para poder ver a los alumnos que están en sus casas, y por supuesto, tanto profesores como alumnos debemos permanecer en todo momento con la mascarilla puesta. Además, la clase únicamente puede llenar su aforo hasta la mitad, lo que obliga a repetir la clase para la otra mitad (aunque todos sabemos que las clases de este tipo, fuertemente basadas en la interacción con los alumnos, nunca salen iguales, y de hecho, me cuesta enormemente que terminen en el mismo punto).

En modo alguno discuto ninguna de estas medidas. Es más, en función de lo que conocemos sobre los mecanismos de transmisión del virus, las apoyo con total firmeza: ante un virus respiratorio cuya transmisión se produce fundamentalmente a través de aerosoles, y dado que permanecemos en aulas cerradas un mínimo de ochenta minutos, me parecen las únicas medidas lógicas que pueden plantearse. Y como perfil considerado de riesgo, además, las cumplo con total convencimiento por la cuenta que me tiene.

La situación en IE University con respecto a la industria no es mala: debido al prestigio de la institución y al hecho de haber dejado claro que las clases se desarrollarían en un entorno presencial con opción remota, lo que hemos denominado «enseñanza líquida», la llegada de alumnos no se ha resentido demasiado. En algunas escuelas, como la School of Human Sciences and Technologies, el número de alumnos de hecho se ha incrementado, por supuesto sin modificar los criterios de admisión y manteniéndose su diversidad (noventa y dos nacionalidades), y nuestras aulas están, como siempre en estas fechas, en febril actividad. En otras instituciones que han especificado que el curso se desarrollaría en modo online, el reclutamiento se ha resentido de forma mucho más significativa. Claramente, en este ámbito, el mercado privilegia y otorga un mayor valor a la formación presencial.

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Sin embargo, y como profesional que lleva treinta años intentando transmitir conocimientos en un aula, no puedo dejar de plantearme qué tiene de positivo intentar dar clase en el entorno que estoy experimentando. Mis alumnos son fantásticos como cada año, y ahora, además, increíblemente voluntariosos. Pero nos pongamos como nos pongamos, una mascarilla es un fuerte inhibidor de la comunicación humana. De entrada, mis posibilidades de conocerlos viendo únicamente la mitad de su cara son mucho menores, y para mí, conocer a mis alumnos resulta fundamental, entre otras cosas porque tengo que identificarlos bien cuando participan para valorar esa participación. Participación que, además, ha disminuido de manera significativa porque simplemente, no es cómodo participar con una mascarilla delante de la boca, y tienes la incómoda sensación de que no se te entiende. En un entorno fuertemente diverso y multinacional como este, esa sensación es, además, real: para mí, en muchas ocasiones, simplemente tratar de entender lo que me están diciendo sin ver su boca cuando hablan, y considerando la amplísima diversidad de acentos que tienen, se convierte en un auténtico reto.

Mis presentaciones, dado que tengo que transmitirlas en tiempo real, están fuertemente limitadas: si quiero hacer determinadas cosas tan habituales como escribir en la pizarra o compartir mi navegación, aunque técnicamente puedo hacerlo, me rompe la dinámica de clase hasta un punto que, simplemente, suelo terminar por evitarlo. Sinceramente, termino sintiéndome tan limitado en un trabajo que adoro, que me parece verdaderamente frustrante.

Para empeorar el asunto, la sensación de hablar durante hora y media de clase (y este año, además, la mayoría de las sesiones son dobles) con la mascarilla puesta es espantosa. Tengo la desagradabilísima sensación de «respirarme a mí mismo» constantemente, de que me falta oxígeno, de que no hago más que respirar mi propio CO2, y de sentir un calor insoportable. Después de cada sesión me encuentro literalmente agotado. Además, mi voz, obviamente, suena amortiguada a través de la mascarilla, y mi impresión es que los que están en casa, por buenos que sean los micrófonos del aula, tienen que estar prestando muchísima atención y esforzándose bastante para entender y seguir todo lo que digo.

A finales del pasado curso, cuando las clases pasaron a desarrollarse íntegramente a través de la red, en ningún momento tuve ninguna de estas sensaciones: desde casa, a cara descubierta y viendo las caras de mis alumnos perfectamente, no tuve ningún problema para dar mis clases, ninguna sensación de pérdida de calidad ni de distancia – al contrario, en ocasiones – y terminé disfrutando muchísimo más. Y de hecho, las valoraciones de mis alumnos mejoraron con respecto a lo habitual.

¿Realmente vale la pena hacer el esfuerzo que estamos haciendo para que las clases puedan seguir teniendo lugar cara a cara? ¿No será precisamente el intento de «preservar la experiencia» lo que está estropeándola? ¿De verdad ganamos tanto – o algo – con ello, aparte de ese importantísimo reconocimiento de un mercado que parece negarse a aceptar la realidad de la situación? ¿No están el desconocimiento y los mitos en torno a la enseñanza online y la supuesta mística del cara a cara perjudicando la calidad de una enseñanza que debería estar caracterizada por su excelencia?

Simples reflexiones de un viejo profesor, sin más, que trabaja en una institución que está haciendo todo lo posible por adaptarse a lo que demanda su mercado. Un mercado que pide clases cara a cara sea como sea, frente a un profesor que piensa que esas clases serían mejores en las actuales circunstancias si las impartiésemos en un entorno online. Ni que decir tiene que yo daré mis clases donde y como haga falta, y me seguiré sintiendo enormemente privilegiado por poder seguir haciéndolo en donde lo hago. Pero no quería dejar de poner estas reflexiones por escrito.


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