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Siguiendo el dinero…

IMAGE: Vladimir Solomianyi - Unsplash

Con los objetivos de descarbonización necesarios para conseguir la viabilidad de la vida humana en el planeta en serios problemas tras la recuperación de la actividad económica después de la pandemia, las cosas empiezan a pintar muy mal: los cálculos indican que solo tenemos un 50% de posibilidades de alcanzar los objetivos de frenar el calentamiento global en 2026, y el panorama de cara al año 2050 se convierte en cada vez más pavoroso.

La contaminación atmosférica causa ya una de cada seis muertes en todo el mundo: ser capaces de recortar las emisiones podría salvar en torno a cincuenta mil vidas anuales, además de más de unos $600,000 millones de dólares en costes sanitarios tan solo en los Estados Unidos. En la India y Pakistán, olas de calor cada vez más fuertes comprometen la supervivencia de los habitantes de cada vez más zonas y amenazan no solo con un desastre que podría afectar a millones de personas, sino también con las primeras oleadas de refugiados climáticos.

En este contexto, es claro que llevar a cabo una retirada progresiva de los combustibles fósiles, auténticos verdugos de la supervivencia del planeta, podría ofrecer una esperanza de vida mucho mejor para cada vez más personas. Sin embargo, esto resulta muy complicado porque, por un lado, los bancos siguen viendo la financiación de los proyectos de la industria como una buena oportunidad económica, y por otro, miles de esos proyectos están protegidos por tratados cuya cancelación costaría cientos de millones de dólares a los países que los autorizaron en su momento.

¿Qué puede hacerse para reducir los incentivos a la inversión en combustibles fósiles, y para convertir a esa industria en lo que realmente debería ser, un símbolo de otros tiempos? Una idea interesante apunta a la evaluación de la huella de carbono: obligar a los bancos a revelar de manera exhaustiva el impacto sobre el clima de sus inversiones.

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La medición de la huella de carbono propuesta tendría lugar en tres fases: la primera de ellas obligaría a todas las compañías a reportar de manera exhaustiva las emisiones en sus explotaciones de todo tipo, allá donde se desarrolla su actividad. La segunda incluiría sus fuentes de energía: de dónde viene, cuánta se utiliza, cómo se produce y qué impacto genera. Y la tercera, mucho más compleja, mediría las emisiones generadas por toda la cadena de suministro, productos y servicios de cada compañía, un análisis de todas las emisiones generadas por un lado por todos sus proveedores, transporte y materiales empleados, y por el otro, por los productos y servicios que vende a lo largo de toda su vida útil.

¿Complejo? Sí, pero ni mucho menos imposible, y sobre todo, muy interesante, porque permitiría obtener una imagen de todo aquello que genera emisiones y poder plantearse planes rigurosos para reducirlas o, idealmente, eliminarlas. Pero… ¿qué ocurre en el caso de los bancos? Para un banco, las fases uno y dos resultan relativamente sencillas. Pero en la tres, y dado que su producto son créditos, préstamos y actividades financieras, el seguimiento llevaría a obtener un completo reporte de las emisiones a lo largo de toda la actividad económica.

¿Qué implicaciones tendría algo así? Sin duda, muy interesantes: en primer lugar, los inversores de los bancos tendría mucha más información con respecto al destino de su dinero y a las consecuencias que ello genera. En segundo, los clientes, el público en general y los reguladores obtendrían una visualización completa de los flujos económicos que dan lugar a las emisiones. Y en tercero, esto llevaría posiblemente no solo a que los inversores y clientes rechazasen aquellos bancos que más contribuyen a las emisiones de dióxido de carbono, sino también a que los propios bancos tratasen de reducir su exposición a este tipo de operaciones, y por tanto, a financiar menos proyectos relacionados con emisiones elevadas y priorizar los de bajas emisiones.

¿Utópico? Complejo sin duda, pero no imposible. Y sin duda, cada vez más necesario.


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