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¿Directorios? ¿Carpetas? ¿Qué?

IMAGE: Manfred Steger - Pixabay (CC0)

Es uno de esos temas que me resultan interesantísimos y que he podido observar en muchas ocasiones, pero que no me había detenido a analizar: los usuarios jóvenes carecen de estructura mental alguna a la hora de organizar sus ficheros y sus contenidos, y se limitan, en la mayor parte de los casos, a acumularlos allí donde el programa o aplicación que están utilizando los pone, sin hacer uso de directorios ni de carpetas. Cuando necesitan un archivo, simplemente lanzan una búsqueda.

La cuestión tiene su cierta lógica: los que crecimos utilizando los primeros ordenadores que alcanzaron cierta popularidad, nos vimos obligados a aprender cosas que no resultaban especialmente intuitivas, pero que servían su función perfectamente: de lo primero que aprendías en DOS o en UNIX era a crear subdirectorios y a navegar por ellos, algo que tenías que hacer de forma muy habitual. Para ejecutar un programa, había que teclear su nombre desde el directorio adecuado, y para guardar los ficheros generados utilizándolo, tenías que llevar a cabo conscientemente la operación de guardar, que estaba asociada con un lugar de almacenamiento determinado.

Esta estructura, además, estaba anclada en un paralelismo con el mundo físico: los directorios eran cajones o carpetas, y en una carpeta podías guardar documentos o también otras carpetas. La iconografía utilizada reflejaba esto perfectamente, y lo pudimos ver cuando los sistemas operativos comenzaron a hacerse gráficos: el icono del administrador de archivos era un archivador de oficina con sus cajones, y las carpetas eran las muy habituales carpetas amarillas de cartón. Si querías localizar un documento, simplemente navegabas – al principio con comandos, después con clics de ratón – en la estructura de carpetas y subcarpetas que habías creado.

Si hacemos un fast-forward generacional, ¿qué nos encontramos? Desde finales de los ’90, los buscadores comenzaron a posibilitar que encontrásemos aquello que estábamos buscando de manera relativamente sencilla, y su concepto, creado inicialmente para un espacio prácticamente ilimitado como la red, se trasladó rápidamente al ordenador a finales de los ’90. Para usuarios de mi edad, la llegada del buscador al ordenador fue una ventaja añadida, simplemente, una comodidad. Pero para los jóvenes nacidos a partir de mediados de los ’90 o en los comienzos del siglo, son una herramienta que siempre ha estado ahí.

Los paralelismos físicos, además, empezaron a desaparecer o a desfigurarse: muchos jóvenes no tienen ni la más remota idea de por qué algunos iconos o botones, como el de guardar, tienen figuras, como un diskette, que no han conocido en su vida. Las analogías derivadas del papel, las carpetas y los cajones, van perdiendo su sentido. Y por otro lado, los programas no solo comienzan a guardar por sí mismos los documentos que vas haciendo en ellos, sino que en muchos casos, los almacenan en sitios que ni siquiera están en tu ordenador.

Herramientas como Dropbox, iCloud o Google Docs, que mantienen el paralelismo de las carpetas y los directorios pero las sitúan en la nube y añaden la posibilidad de trabajo en grupo, empiezan a desdibujar cada vez más la idea del dónde está físicamente un archivo, y a convertirla en una especie de entelequia: cuando quiero un fichero, busco su nombre y aparece, prácticamente independientemente de dónde esté, siempre que tenga conexión, algo que los jóvenes dan por sentado. Las redes sociales, además, les acostumbran a situar muchos de sus archivos, sobre todo las imágenes, en repositorios públicos a los que acceden en cualquier momento. De hecho, la llegada del smartphone se convierte, en general, en otra forma de convertir en difuso el lugar de almacenamiento de los archivos. ¿Dónde está? En el teléfono… o ni eso. Si añadimos la cada vez mayor profusión de herramientas de búsqueda, con posibilidades como localizar fotografías en función de dónde fueron hechas, de quiénes están en ellas o de qué representan, el paralelismo físico se pierde completamente, y pasa a otra dimensión.

En esas condiciones, los jóvenes terminan o bien en el desorden más absoluto – con todos sus archivos tirados en un mismo sitio o esparcidos por el escritorio – o sin la más remota idea de dónde han guardado nada, lo que se evidencia, por ejemplo, en sus dificultades en muchas ocasiones para llevar a cabo tareas tan básicas como adjuntar un archivo a un correo electrónico. En ocasiones, hasta el propio concepto de archivo se pierde: desde hace cierto tiempo, cuando trabajo una presentación para una conferencia presencial, genero un archivo, en mi caso de Keynote. Pero cuando preparo una en formato online, no genero un fichero, sino simplemente una sucesión de imágenes que termino, en muchas ocasiones, por no guardar, o por tirar simplemente en un repositorio común de imágenes, una carpeta enorme que tengo, sin más.

¿Malo? Básicamente, diferente. Personalmente, tendería a pensar que un cierto conocimiento de cómo se organizaban «tradicionalmente» los archivos en el espacio de almacenamiento es algo que no sobra en absoluto, al menos como forma de dar una cierta perspectiva histórica y una mínima continuidad, pero también es interesante pensar que si nos empeñamos en que mantengan esas estructuras, estamos en realidad tratando de mantener algo que puede que termine perdiendo completamente su sentido. Su forma de hacer las cosas, por otro lado, no siempre es la ideal: en ocasiones tienes que enfrentarte a tareas que generan muchos archivos con nombres parecidos que posteriormente pueden ser difíciles de encontrar en un buscador, o ante la conveniencia de mantener cierto orden con algún tipo de sistema de clasificación. Pero tampoco es que el sistema de directorios y carpetas fuese a prueba de bombas, y todos en ocasiones hemos deslocalizado ficheros por mucho orden que pretendiésemos mantener…

Como mínimo, interesante.

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