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¿Con cámara o sin cámara?

IMAGE: Zoom

Una investigación sobre el uso de videoconferencia y el hábito de mantener la cámara encendida en todo momento, habitual en muchas compañías con el supuesto fin de mantener mejor la comunicación y la vinculación en los equipos, demuestra que, en la práctica, obligar a los participantes a hacerlo incide fundamentalmente en un nivel de fatiga muy superior, y termina por funcionar como una reducción de esa vinculación que se pretendía obtener.

La conclusión resulta muy interesante de cara al uso de una herramienta que la pandemia ha convertido en ubicua, pero que obviamente, no va a desaparecer como por arte de magia cuando las restricciones hayan desaparecido. De hecho, resulta cada vez más habitual tanto que muchas reuniones se desarrollen con algunos participantes entrando por videoconferencia, como que interacciones que iban a ser simples conversaciones telefónicas – por ejemplo, con periodistas – se conviertan en videoconferencias, buscando una mayor calidad en el intercambio de información y más riqueza a la hora de grabarla.

En el mundo académico, la exigencia de mantener la cámara encendida ha sido muy habitual. Para un profesor, pocas cosas hay más desagradables que hablar a una pantalla llena de recuadros negros con nombres de personas detrás de los que asumes que hay personas, pero sin ver el efecto de tus palabras sobre ellos. La mayor pesadilla, sin embargo, es cuando utilizas un entorno líquido – es decir, que proporciona a los estudiantes más o menos libremente la posibilidad de estar en el aula o en su casa – y piensas que puedes llegar al aula y encontrártela completamente vacía. Hablar a un aula vacía es una de las sensaciones más desagradables que existen. De ahí que, por lo general, se ponga como norma que el estudiante deba, en caso de conectarse mediante videoconferencia, mantener su cámara encendida (y a ciertos niveles, para evitar que simplemente se conecten al principio de la sesión y se vayan a hacer otras cosas). Apelar a la empatía de los interlocutores es un recurso evidente: en una videoconferencia entre dos participantes, es prácticamente una cuestión de educación conectar la cámara si el otro participante la mantiene conectada, una responsabilidad que obviamente se diluye si el número de participantes es mayor.

En mi caso, siempre he tendido a dar libertad a mis estudiantes y a apelar a su responsabilidad a la hora de decidir si quieren mantener su cámara encendida o apagada, simplemente pedirles que, por cortesía, no me dejasen hablando a una pantalla vacía, y por lo general, ha funcionado bastante bien, considerando que mis alumnos son adultos y que siempre he considerado que es fundamental que sean tratados como tales. Sin embargo, hay que entender que, en muchas ocasiones, lo que para el profesor es una sesión, para el alumno son múltiples sesiones encadenadas, y la idea de mantener varias horas esa cámara encendida incide de manera importante en su nivel de fatiga.

La llamada «Zoom fatigue» es un concepto real, y ahora sabemos que surge fundamentalmente del uso de la cámara. Mirar tu imagen y la de otras personas en una pantalla durante un tiempo prolongado no es una actividad natural. En nuestra interacción cotidiana, vemos a otras personas y mantenemos contacto visual con ellos, pero no nos estamos viendo al mismo tiempo. Ese permanente reflejo de nuestra propia imagen, además de distraernos, resulta ser especialmente importante en el caso de dos categorías concretas de empleados: mujeres e incorporaciones recientes, en los que la cámara incrementa el coste derivado de presentarse a sí mismos ante el grupo, en el caso de las mujeres debido a estereotipos de género asociados con la idea de «estar presentable en todo momento». En el caso de incorporaciones recientes, la cámara incrementa el estrés que surge de la necesidad de aparecer como miembros activos y que aportan en un colectivo al que acaban de llegar.

En el estudio, se asignaron empleados aleatoriamente a dos grupos, a uno de los cuales se les pidió que mantuviesen la cámara encendida en todo momento y a otros no. El resultado es una correlación directa y significativa entre el uso de la cámara y la fatiga, mientras que, por el contrario, el número de horas que los empleados pasaban en videoconferencias no lo era.

La lógica evolución en entornos de trabajo distribuido, en cualquier caso, es el recurso cada vez mayor a herramientas de trabajo asíncronas (mensajería instantánea, correo electrónico, documentos compartidos, etc.), reservando la videoconferencia para ocasiones muy específicas. La gestión de la asincronía refleja el nivel de madurez de las organizaciones en el desarrollo de entornos de trabajo distribuidos, y permite a los empleados gestionarla de formas mucho menos estresantes. A la hora de diseñar este tipo de interacciones, es algo que, sin duda, vamos a tener que considerar.

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